Qué buena frase pero mejor aún es la sensación que te queda después de que te pase porque eso son cosas que pasan sin que las tengas que buscar.
Sala de espera. Un nombre muy bien escogido. Una sala donde lo que se hace es esperar. Esperar y esperar. Y desesperarse esperando. Como siempre están abarrotadas de gente. Gente que espera. Y que se desespera esperando. Y allí, a una de esas salas repletas de gente que espera, llego yo, para sumarme a ellos. Busco hueco y me dispongo a iniciar mi sesión de espera.
Te sientas, porque ya das por hecho que el verbo esperar alude a una acción que se va a prolongar en el tiempo con carácter indefinido. Recorres con la vista de una pasada la gente que te acompaña en la espera. Mirada rápida. Luego miras el techo todo alto, miras el pasillo todo largo, te lees los carteles con gran interés, miras la ventana para ver el paisaje, miras el móvil por si te ha llegado algún mensaje. Y vuelves a repetir todo el proceso reparando cada vez en más detalles. Miras a la gente e intentas deducir cuál de ellos será el primero en dejar de esperar, miras el techo y ves qué blanquito está, miras el pasillo y te fijas en las baldosas que tiene, miras los carteles e intentas ver si eres capaz de leer la letra pequeña desde donde estás, miras la ventana fijándote en cómo avanzan las nubes, miras el móvil por si en este rato te hubiera llegado algún mensaje. Tras un buen rato, comienza el nivel de desesperación, lo que añade un nuevo matiz al ciclo de observación. Vuelves a mirar a la gente y reparas en los calcetines de rayas de el de enfrente, ¡qué hortera!, vuelves a mirar el techo y empiezas a descubrir que no está tan blanquito, ¡ya podían haber pintado!, vuelves a mirar el pasillo, ¡pues no es tan largo como parecía hace un rato!, vuelves a leer los carteles, ¡pero si está amarillo! ¡ya podían cambiarlo!, vuelves a mirar la ventana, ¡lo que me faltaba, seguro que llueve!, vuelves a mirar el móvil, ¡nadie se acuerda de mi!, y vuelves a repetir todo el proceso. A veces incluso se puede llegar a compartir el nivel de desesperación con los compañeros de espera en la típica conversación de gente que espera.
Como ya deduzco por la cantidad de gente que hay que la espera va a ser larga, e intentando evitar entrar en el ciclo de desesperación, nada más sentarme procedo a sacar del bolso un libro e iniciar la lectura con la intención de que el tiempo de espera sea provechoso. Porque no hay nada más aburrido que esperar sin hacer nada más que esperar.
En ese instante la puerta se abre. Esa puerta que marca el final de la espera del afortunad@. Todos escuchamos atentos la llamada al fin de la espera, una voz dice un nombre, el nombre de la persona afortunada, la que seguramente más tiempo lleva en la sala esperando, la que seguramente ha alcanzado a ver las bolitas en las rayas de los calcetines de el de enfrente y se está desesperando queriendo arrancar ese dichoso cartel de la pared que ya se sabe de memoria mientras se resiente de sus posaderas ya cuadradas de estar en esos asientos tan antianatómicos durante tanto tiempo, ese nombre que... ese nombre que... ¡es el mío! Cierro el libro, me pongo rápidamente en pie y desaparezco por la puerta lo más rápidamente posible. No puede ser que haya llegado y haya besado el santo.
En la vida todos tenemos nuestro momento de sentirnos agraciados.
1 comentario:
Entonces te perdiste otro momento típico de la espera: mirar con cara de odio al que entra delante de ti.
Seguramente, tus compañeros de sala no se lo perdieron :)
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